Cuando regreso a la casa a la que no puedo volver, entro por el garaje, ese hueco oscuro que me recibe como la boca de una ballena. No importa si han pasado diez años: el pacto de no prender la luz sigue intacto (hasta con la imaginación uno debe ser respetuoso). Sería una terrible traición desnudar los secretos de ese espacio infinito que guarda juguetes, sillas viejas, cajas de libros, el Volkswagen escarabajo color turquesa de mi tía y alguno de mis dientes de leche.
Y de pronto, cuando regreso a la casa a la que no puedo volver, descubro algo: yo siempre entro a los lugares por el garaje. Siempre voy del garaje a la cocina. Lo hice de niña y lo sigo haciendo. Mi cuerpo se emociona al comprender por qué prefiere los escondites, las esquinas de los sofás, la últimas filas del cine y nunca darle la espalda a la puerta de un restaurante. Soy la niña que prefiere mirar sin ser mirada.
Este garaje, oscuro abrazo, me hace pensar en Cristino, el abuelo al que no recuerdo, el hombre rompecabezas de mi memoria. Tantos años y aún no nos hemos conocido. Me pregunto si estará en casa. Tal vez ha decidido volver de la muerte para conocer a su nieta menor. Voy a imaginar que su estación favorita siempre fue la primavera. Hoy es un domingo de primavera y son las cinco de la tarde. Sí, el abuelo seguro está en casa.
Al fondo del garaje veo una luz amarilla y luminosa: es la cocina marrón y alargada de la casa número 3926 de la Avenida Arequipa. Como dije, yo siempre voy del garaje a la cocina, porque la cocina, es el corazón de la casa, y en ese corazón, está mi abuela. Hermosa como siempre, con una bata color crema, la Reina de Piura está parada junto al lavadero coordinando con La Mitita y a La Domi lo que harán para el almuerzo de mañana.
Camino hacia ellas. Con mis pasos, dos lagunas en mis ojos amenazan con derramarse. Mantengo el equilibrio. No quiero que nadie tenga que trapear por mi culpa.
Respiro profundo. Observo quieta unos diez segundos. Finalmente entro a la cocina a la que ya no puedo volver.
- ¿Para mí, arroz con huevo frito, por favor, por favor?
Mi abuela se toma un tiempo para responder. Yo miro el piso e imagino su cara de debate entre la disciplina y el engreimiento. Coge su rosario y le pide a Jesús que le enseñe a su nieta a comer más verduras. Luego, con su dulce firmeza, ella me responde.
- Está bien, pero mañana comes doble porción de verduras. Y recuerda que la palta no es una verdura.
Sonrío para dentro (shhh... ella no sabe que ahora como todas las verduras del mundo). Camino hacia ella y la abrazo. Ella mira el jardín y sus rosas a través de los ventanales largos de fierro blanco. Yo sé que ésa es su manera de abrazar. Las rosas del jardín son rojas y amarillas.
Le cojo la mano. Ella se agarra de la mía. La llevo por las escaleras de cemento, hasta las de madera, y pasando mi mano por el pasamanos de madera más largo y más suave del mundo, llego a una primera sala, y unos escalones más arriba, a la sala de costura de mi abuela Josefina. Ella sabe que le pediré que me haga un vestido como el que le hizo a mi madre, a mi hermana y a mis tías. Me mira con ojos de duda porque ahora le tiemblan las manos. Con otro abrazo yo le explico que a mí no me interesan las líneas demasiado rectas. Escogemos una tela azul, abrimos la caja de sus botones, y ella se sienta en su máquina de coser con Jesús al lado, pidiéndole que le sostenga el pulso. Mientras tanto, yo me echo sobre el piso de parqué a mirar una pequeña araña que juega en la lámpara que hoy existe, como una gran sobreviviente de guerra, en el techo de mi propia casa.
Cuando vuelvo a la casa a la que no puedo volver, justo cuando comienzo a sentirme cómoda, suena el timbre. Carajo, el timbre no deja de sonar. Suena una, dos, cuarenta y cinco veces. Sé quién es y lo que quiere. Mi paz se derrumba. Mis ojos se achican. Bajo a abrir la puerta y en el camino paso por la cocina y agarro un tenedor, furiosa. Esta vez la cocina está vacía, el cuarto de costura también, y todos se han ido. El timbre los ha espantado.
Abro la puerta y no lo saludo. Yo no quiero saludar al dueño del hotel de al lado, al culpable de que ésta sea la casa a la que ya no puedo volver. Lo miro bien: es un bigotudo con anteojos despreciable, sin gusto y sin nombre, incapaz de reconocer el valor de una doble altura o una columna circular en el medio de una sala. Sus ojos solo miran rentabilidad, rentabilidad, rentabilidad, y yo lo miro a él con ojos fulminantes.
Abro la puerta y no lo saludo. Yo no quiero saludar al dueño del hotel de al lado, al culpable de que ésta sea la casa a la que ya no puedo volver. Lo miro bien: es un bigotudo con anteojos despreciable, sin gusto y sin nombre, incapaz de reconocer el valor de una doble altura o una columna circular en el medio de una sala. Sus ojos solo miran rentabilidad, rentabilidad, rentabilidad, y yo lo miro a él con ojos fulminantes.
- Váyase. Esta casa no está en venta.
- Hay un cartel en la puerta.
- Ha visto mal - y sin la menor señal de escrúpulos, le saco los lentes, le pincho el ojo con un tenedor y le cierro la puerta en la cara. Sus gritos, sus insultos y sus amenazas se mezclan con el sonido de las combis de la Avenida Arequipa. Yo sonrío orgullosa, dejo rodar el ojo por el piso oscuro del garaje, y camino hacia la cocina. Mi huevo frito ya debe estar listo. Acabo de tomar la mejor decisión de mi vida: he comprado la casa a la que no puedo volver. Desde hoy, es toda mía.
Cuando entro a la cocina, se acerca a mí rodando el perrito de madera con ruedas rojas y orejas de tela con el que jugaba mi hermano Javier. Ya no estoy sola. Ahora entiendo desde cuándo me gustaron los animales. Le acaricio la cabeza en señal de gracias y me siento feliz sobre esa silla de madera en la que nos hemos sentado todos. Parto un pedazo de pan, lo remojo en la yema amarilla del huevo y cierro los ojos para saborear el mejor huevo frito del mundo, mientras le pido a Jesús que no le diga a mi abuela que no me he lavado las manos.
Cuando vuelvo a la casa a la que no puedo volver, ya no me voy, porque ahora es mía, toda mía, para compartirla con los hijos de los hijos que aún no he tenido y no sé si tendré. La casa ya no desaparece porque riego su jardín todos los días, limpio sus vidrios, pongo flores frescas en la sala y sábanas limpias para las visitas. La casa sigue viva porque existen los domingos a las cinco de la tarde. Y este domingo, a diferencia de los otros, escucho unos pasos que me resuenan en el fondo del pecho.
Es mi abuelo y yo no volteo a mirarlo. No quiero que se dé cuenta que estoy llorando. No quiero darme cuenta que estoy llorando. Por primera vez, me hago vulnerable, y le muestro a alguien mis espaldas.
Es mi abuelo y yo no volteo a mirarlo. No quiero que se dé cuenta que estoy llorando. No quiero darme cuenta que estoy llorando. Por primera vez, me hago vulnerable, y le muestro a alguien mis espaldas.
- Angelina, ¿por qué lloras?
- Nadie me dice Angelina.
- Es un bonito nombre, pero no para lloronas.
Se ríe. Siempre supe que le gustaban las bromas tanto como el vino.
- ¿Por qué morir sin que te conociera?
- Fuiste tú la que se demoró en nacer.
- Nacer no estaba en mis manos.
- Nacer no estaba en mis manos.
- Y morir no estaba en las mías.
- Fui a buscarte, viajé a España, conocí a tus primos, la casa en la que viviste y tu bar favorito.
- Y yo estoy aquí.
Distanciados y en silencio, nos damos un abrazo imaginado. Yo lo siento hasta los huesos. Y cuando volteo a mirarlo, ya no veo a nadie más que al perrito de ruedas. De algún lado, sale su voz:
- Y yo estoy aquí.
Distanciados y en silencio, nos damos un abrazo imaginado. Yo lo siento hasta los huesos. Y cuando volteo a mirarlo, ya no veo a nadie más que al perrito de ruedas. De algún lado, sale su voz:
- Si hubiera vivido, no existiría este relato y yo ya habría muerto.
- Te hubiera preferido de carne y hueso, contando chistes y agarrando tu sombrero del perchero antes de salir.
- Yo no usaba sombrero.
- No me culpes por tener que imaginarte.
- Yo no usaba sombrero.
- No me culpes por tener que imaginarte.
- Hubiera preferido que no me compares con un garaje, pero pequeña mía, es lo que hay.
No le respondo, y él se despide así:
- Creo que me gusta cómo escribes, Angelina.
No le respondo, y él se despide así:
- Creo que me gusta cómo escribes, Angelina.
Miro al techo y sonrío. Hay goteras. Mañana llamaré al gasfitero. Al gasfitero, al pintor y al electricista. Quiero asegurarme que no le falte luz y color a la casa a la que no puedo volver, porque a partir de hoy, estaré volviendo siempre a regar las rosas del jardín.
Cuando vuelvo a la casa a la que no puedo volver, descubro, que no me fui nunca.
Cuando vuelvo a la casa a la que no puedo volver, descubro, que no me fui nunca.