Wednesday, February 28, 2018

Cuando regreso a la casa a la que no puedo volver

(Ejercicio de Autoficción no. 1)

Cuando regreso a la casa a la que no puedo volver, entro por el garaje, ese hueco oscuro que me recibe como la boca de una ballena. No importa si han pasado diez años: el pacto de no prender la luz sigue intacto (hasta con la imaginación uno debe ser respetuoso). Sería una terrible traición desnudar los secretos de ese espacio infinito que guarda juguetes, sillas viejas, cajas de libros, el Volkswagen escarabajo color turquesa de mi tía y alguno de mis dientes de leche. 

Y de pronto, cuando regreso a la casa a la que no puedo volver, descubro algo: yo siempre entro a los lugares por el garaje. Siempre voy del garaje a la cocina. Lo hice de niña y lo sigo haciendo. Mi cuerpo se emociona al comprender por qué prefiere los escondites, las esquinas de los sofás, la últimas filas del cine y nunca darle la espalda a la puerta de un restaurante. Soy la niña que prefiere mirar sin ser mirada.

Este garaje, oscuro abrazo, me hace pensar en Cristino, el abuelo al que no recuerdo, el hombre rompecabezas de mi memoria. Tantos años y aún no nos hemos conocido. Me pregunto si estará en casa. Tal vez ha decidido volver de la muerte para conocer a su nieta menor. Voy a imaginar que su estación favorita siempre fue la primavera. Hoy es un domingo de primavera y son las cinco de la tarde. Sí, el abuelo seguro está en casa.

Al fondo del garaje veo una luz amarilla y luminosa: es la cocina marrón y alargada de la casa número 3926 de la Avenida Arequipa. Como dije, yo siempre voy del garaje a la cocina, porque la cocina, es el corazón de la casa, y en ese corazón, está mi abuela. Hermosa como siempre, con una bata color crema, la Reina de Piura está parada junto al lavadero coordinando con La Mitita y a La Domi lo que harán para el almuerzo de mañana. 




Camino hacia ellas. Con mis pasos, dos lagunas en mis ojos amenazan con derramarse. Mantengo el equilibrio. No quiero que nadie tenga que trapear por mi culpa.

Respiro profundo. Observo quieta unos diez segundos. Finalmente entro a la cocina a la que ya no puedo volver.

- ¿Para mí, arroz con huevo frito, por favor, por favor?

Mi abuela se toma un tiempo para responder. Yo miro el piso e imagino su cara de debate entre la disciplina y el engreimiento.  Coge su rosario y le pide a Jesús que le enseñe a su nieta a comer más verduras. Luego, con su dulce firmeza, ella me responde.

- Está bien, pero mañana comes doble porción de verduras. Y recuerda que la palta no es una verdura.

Sonrío para dentro (shhh... ella no sabe que ahora como todas las verduras del mundo). Camino hacia ella y la abrazo. Ella mira el jardín y sus rosas a través de los ventanales largos de fierro blanco. Yo sé que ésa es su manera de abrazar. Las rosas del jardín son rojas y amarillas. 

Le cojo la mano. Ella se agarra de la mía. La llevo por las escaleras de cemento, hasta las de madera, y pasando mi mano por el pasamanos de madera más largo y más suave del mundo, llego a una primera sala, y unos escalones más arriba, a la sala de costura de mi abuela Josefina. Ella sabe que le pediré que me haga un vestido como el que le hizo a mi madre, a mi hermana y a mis tías. Me mira con ojos de duda porque ahora le tiemblan las manos. Con otro abrazo yo le explico que a mí no me interesan las líneas demasiado rectas. Escogemos una tela azul, abrimos la caja de sus botones, y ella se sienta en su máquina de coser con Jesús al lado, pidiéndole que le sostenga el pulso. Mientras tanto, yo me echo sobre el piso de parqué a mirar una pequeña araña que juega en la lámpara que hoy existe, como una gran sobreviviente de guerra, en el techo de mi propia casa.

Cuando vuelvo a la casa a la que no puedo volver, justo cuando comienzo a sentirme cómoda, suena el timbre. Carajo, el timbre no deja de sonar. Suena una, dos, cuarenta y cinco veces. Sé quién es y lo que quiere. Mi paz se derrumba. Mis ojos se achican. Bajo a abrir la puerta y en el camino paso por la cocina y agarro un tenedor, furiosa. Esta vez la cocina está vacía, el cuarto de costura también, y todos se han ido. El timbre los ha espantado.

Abro la puerta y no lo saludo. Yo no quiero saludar al dueño del hotel de al lado, al culpable de que ésta sea la casa a la que ya no puedo volver. Lo miro bien: es un bigotudo con anteojos despreciable, sin gusto y sin nombre, incapaz de reconocer el valor de una doble altura o una columna circular en el medio de una sala. Sus ojos solo miran rentabilidad, rentabilidad, rentabilidad, y yo lo miro a él con ojos fulminantes.

- Váyase. Esta casa no está en venta.
- Hay un cartel en la puerta.
- Ha visto mal - y sin la menor señal de escrúpulos, le saco los lentes, le pincho el ojo con un tenedor y le cierro la puerta en la cara. Sus gritos, sus insultos y sus amenazas se mezclan con el sonido de las combis de la Avenida Arequipa. Yo sonrío orgullosa, dejo rodar el ojo por el piso oscuro del garaje, y camino hacia la cocina. Mi huevo frito ya debe estar listo. Acabo de tomar la mejor decisión de mi vida: he comprado la casa a la que no puedo volver. Desde hoy, es toda mía.

Cuando entro a la cocina, se acerca a mí rodando el perrito de madera con ruedas rojas y orejas de tela con el que jugaba mi hermano Javier. Ya no estoy sola. Ahora entiendo desde cuándo me gustaron los animales. Le acaricio la cabeza en señal de gracias y me siento feliz sobre esa silla de madera en la que nos hemos sentado todos. Parto un pedazo de pan, lo remojo en la yema amarilla del huevo y cierro los ojos para saborear el mejor huevo frito del mundo, mientras le pido a Jesús que no le diga a mi abuela que no me he lavado las manos.

Cuando vuelvo a la casa a la que no puedo volver, ya no me voy, porque ahora es mía, toda mía, para compartirla con los hijos de los hijos que aún no he tenido y no sé si tendré. La casa ya no desaparece porque riego su jardín todos los días, limpio sus vidrios, pongo flores frescas en la sala y sábanas limpias para las visitas. La casa sigue viva porque existen los domingos a las cinco de la tarde. Y este domingo, a diferencia de los otros, escucho unos pasos que me resuenan en el fondo del pecho.

Es mi abuelo y yo no volteo a mirarlo. No quiero que se dé cuenta que estoy llorando. No quiero darme cuenta que estoy llorando. Por primera vez, me hago vulnerable, y le muestro a alguien mis espaldas.

- Angelina, ¿por qué lloras?
- Nadie me dice Angelina.
- Es un bonito nombre, pero no para lloronas.

Se ríe. Siempre supe que le gustaban las bromas tanto como el vino.

- ¿Por qué morir sin que te conociera?
- Fuiste tú la que se demoró en nacer.
- Nacer no estaba en mis manos.
- Y morir no estaba en las mías.
- Fui a buscarte, viajé a España, conocí a tus primos, la casa en la que viviste y tu bar favorito.
- Y yo estoy aquí.

Distanciados y en silencio, nos damos un abrazo imaginado. Yo lo siento hasta los huesos. Y cuando volteo a mirarlo, ya no veo a nadie más que al perrito de ruedas. De algún lado, sale su voz:

- Si hubiera vivido, no existiría este relato y yo ya habría muerto.
- Te hubiera preferido de carne y hueso, contando chistes y agarrando tu sombrero del perchero antes de salir.
- Yo no usaba sombrero.
- No me culpes por tener que imaginarte.
- Hubiera preferido que no me compares con un garaje, pero pequeña mía, es lo que hay. 

No le respondo, y él se despide así:

- Creo que me gusta cómo escribes, Angelina.

Miro al techo y sonrío. Hay goteras. Mañana llamaré al gasfitero.  Al gasfitero, al pintor y al electricista. Quiero asegurarme que no le falte luz y color a la casa a la que no puedo volver, porque a partir de hoy, estaré volviendo siempre a regar las rosas del jardín.

Cuando vuelvo a la casa a la que no puedo volver, descubro, que no me fui nunca.

Sunday, December 31, 2017

Lo que esconde un cuaderno amarillo y un ojo sin parche


Tomás era un niño que nació con un ojo raro. Su ojo derecho no estaba derecho, sino más bien, para un lado. Cuando comenzó a mirar el mundo, sus padres reconocieron esta peculiaridad y lo sometieron de inmediato a todo tipo de tratamientos. Finalmente, los doctores recomendaron que el ojo del niño descansara detrás de un parche. *Hay cosas que solo el tiempo corrije*, dijeron los especialistas para consolar a los padres y quitarse el peso de encima.

El parche sobre el ojo *malito* no corrigió nada. De hecho, hizo mucho más difícil la interacción del pequeño Tomás con otros niños del nido. Como era predecible, el primer día en que Tomás entró al colegio, fue bautizado como el *El Niño Pirata*. Ese mismo día, se sacó el parche del ojo, lo alzó al aire como una bandera y gritó en medio de una plaza, como un libertador proclamando su propia independencia: *Jódanse todos: ¡es mi derecho mostrar mi ojo derecho!*.

Desde ese día, el valiente Tomás decidió mirar el mundo desde su ojo desnudo, imperfecto y chueco. Su escudo ante las miradas fueron los cuentos. Frente a cada burla, Tomás recurría a alguna de las historias que guardaba en la pequeña biblioteca de cuentos que había construido con los libros que su abuelo le regalaba por su cumpleaños y navidad. Todos tenían algo en común: eran relatos de monstruos y seres extraños. Era como si el abuelo hubiese querido regalarle a su nieto un pequeño kit de supervivencia ante la crueldad humana.

La fascinación y admiración del pequeño por la imperfección, la fealdad y la grandeza crecían cada día más. No solo exploraba en los cuentos, sino también, en las películas. Tomás descubrió que todos aquellos seres imperfectos y violentos habitando mundos fantásticos no eran más que cáscaras escondiendo corazones nobles y sensibles, como el suyo. La ficción abrió para Tomás la puerta a una nueva realidad en la que los mancos y tartamudos, los perros sin cola, y los pájaros de pico feo aparecían como seres fascinantes. Dentro de ese mundo solitario, él se sentía bien.

Los cuentos dotaron a Tomás, además de sensibilidad, de una imaginación desbordante. Escribir historias en su cuaderno amarillo era una estrategia pacífica de contraataque: el niño que le susurraba insultos se convirtió en una lagartija capturada en la bodega de un buque pirata; la niña que se le pegaba chicles en la cabeza era una mujer enorme de pies diminutos con un grano en la nariz peludo; su maestra indiferente era una medusa con alas de pato que no podía pronunciar la letra A; el vecino que le desinflaba las llantas de su bicicleta llegó a transformarse en una piedra azul que ladraba sin ser escuchado.

Tomás hacía justicia con sus relatos. Era su mejor manera de no dañar a nadie y reírse un poco. Como siempre le decía su abuelo, *todos tenemos derecho a guardar nuestros secretos*.

Un día, en clase de matemáticas, Tomás sacó su cuaderno amarillo para responder a los ataques de una niña pelirroja que le estaba tirando papelitos. Estaba tan concentrado que no notó que la maestra  indiferente estaba parada detrás de él. Al voltear a verla, Tomás dejó caer el cuaderno amarillo al piso y salió corriendo del colegio, muy asustado.

Dicen que ese día, en todo el pueblo, se escucharon risas de niños por todas las esquinas. Tomás escondió tanto su cabeza en la almohada que no pudo escuchar ni el sonido del timbre cuando sus padres llegaron a casa.

Al día siguiente, Tomás volvió al colegio listo para recibir una expulsión. Al entrar a su salón, todos los niños dejaron de hablar. La maestra indiferente ya no estaba indiferente. Nadie le tiró ningún papelito. Luego de unos segundos de silencio, empezó una orquesta de aplausos y gritos que retumbó hasta las ventanas. Una lágrima cayó del ojo derecho de Tomás. Era la primera lágrima que había visto salir por su ojo monstruoso.

Desde ese día, los niños hacían cola junto a su carpeta de Tomás para pedirle que los hiciera parte de alguna de sus aventuras. Unos querían ser pulpos, otros enanos, algunos querían tener los ojos en los pies y otros caminar de cabeza. Yo tuve la suerte de que Tomás me convirtiera en una sirena de cartón y que me diera su autógrafo.

Fue así como nació el cuentista más reconocido de nuestra ciudad. Sus cuentos han sido traducidos a muchos idiomas, inclusive, en braille. Esa es la historia de mi escritor favorito, que habiendo tenido el dinero para operarse, decidió dejar su ojo chueco. Aún mantiene su gran fascinación por la monstruosidad y se burla con frecuencia de los doctores. Se casó con una mujer hermosa con dos lagunas verdes en los ojos, tuvo un hijo con una pierna más corta que la otra, y tiene dos nietos a los que les regala libros de cuentos por sus cumpleaños y navidad.


(Historia inspirada en la infancia de la escritora Guadalupe Nettel)



Sunday, November 26, 2017

La Cuidadora de Paltas

Doña Teresa cuida paltas verdes hasta hacerlas madurar: las guarda en una caja de cartón, envuelve cada una con periódico y a las más duras las pone al fondo de la caja para abrigarlas bien. El calor es la mejor receta para ablandarlas. Todos saben que el calor de Doña Teresa no es un calor cualquiera.

Ella escoge cuidadosamente las hojas de los periódicos porque las paltas no deben dormir rodeadas de malas noticias. Luego de envolverlas en papel, las arropa con una manta polar y les canta. Todo el tiempo, les está cantando: boleros durante el día y canciones de cuna por las noches. Y cuando tiene que salir de casa, Doña Teresa se asegura de dejar sonando alguna de las sinfonías de Beethoven a todo volumen. Como toda una experta, ella ha descubierto que las paltas verdes no sobreviven a la soledad o el silencio.

Todas las noches, antes de dormir, vestida con su bata rosada y sus pantuflas peludas, se para al borde de la caja de paltas y las mira con los mismos ojos tristes con los que miró a su madre, a su esposo y a su hermana antes de morir. Los tres pasaron años en cama y ella pasó esos años junto a ellos. Y cuando tenía que salir, siempre prendía el tocadiscos y dejaba entrar a Beethoven. Al volver, siempre traía con ella caramelos de limón para sus enfermos.

Nunca entenderé bien por qué mi tía Teresa, compañera de agonías y gran devota de los enfermos, no quiso tener hijos... pero quién soy yo para meterme con las paltas de mi tía.

Aún llorábamos la muerte de mi otra tía, su hermana, cuando sonó el timbre. Junto a la puerta, dos canastas llenas de paltas duras como piedras la miraban con ojos tristes. Eran las paltas más verdes de todo Junín, de esas que los campesinos abandonan al borde del camino y que los asaltantes recogen para romper vidrios. Estas insignificantes paltitas aparecieron frente a mi tía como una nueva misión imposible que llegaba a salvarle la vida. A veces, muy de vez en cuando (cuando no me hago paltas) se me ocurren buenas ideas.

Qué dolor más feo debe ser para una palta morir sin ser probada - pensó Doña Teresa, mientras levantaba las dos canastas del piso. Con el simple gesto de recoger, ella tomaba una decisión decisiva de vida: se dedicaría a madurar paltas verdes e insípidas. A diferencia de una madre, un esposo o una hermana, nunca dejan de abandonar paltas inservibles al borde del camino.

Lo que mi tía ha logrado con las paltas es algo milagroso. Cuando están maduras y listas para comer, las envuelve en papel de seda y las lleva al mercado. La gente hace cola por probar el fruto de sus cuidados. Ella intenta ser justa y distribuye una palta por familia, y solo en algunos casos da dos paltas para familias con algún niño enfermo en casa. Las paltas curan resfríos, fortalecen los huesos, quitan las legañas y ayudan a conciliar el sueño. Funcionan casi igual que el amor.

Cuando termina de vender sus paltas, Doña Teresa cruza el mercado con el pecho inflado de orgullo hasta llegar al borde del camino. Recorre este cementerio improvisado de paltas duras para escoger a las más pobrecitas. Con el dinero de su última venta, compra lana para tejer nuevas colchas para sus nuevas paltas y caramelos de limón. Al llegar la casa, se sienta a tomar lonche con Beethoven, y al terminar, acomoda a sus nuevas huéspedes en la misma caja de cartón que guarda todavía el olor de las paltas ya libres, ya vendidas. Es curioso que mi tía Doña Teresa nunca haya probado una palta en su vida, pero quién soy yo para meterme en las paltas de cualquiera. 





Saturday, October 28, 2017

Claridad

Tal vez podría ser, cuando te decidas entre el sí y el no, y entre el adentro y el afuera, que yo llegue a creer que de repente es remotamente posible. Entonces, y solo entonces, de a poquitos, lo intentaremos. No sé si seré capaz. Mucho menos, si tú estarás listo. Tal vez sea mejor esperar un poco. ¿Y si vamos más allá? Estamos muy cerca. Intenta moverte unos pasos. No sé, unos tres o cuatro pasos. Lo suficiente para que no sea demasiado lejos. Tampoco quieres avanzar muy poco. No puede ser tan difícil encontrar un punto medio. Posiblemente sea un poco raro, pero jamás imposible. Si entiendes bien lo que te quiero decir, podrás dejar de dudar. En serio, yo creo que vas a estar bien. Por lo menos, nunca vas a estar tan mal. No mientras sepas qué hacer. Estaremos como tengamos que estar. Intento explicarte algo simple sin que suene complicado. ¿Por qué no se puede? Tan solo haz el esfuerzo por entenderme. Si no me entiendes es porque no tienes nada que entender. Lo que te digo se extiende mucho más allá del alcance de estas palabras o de cualquier palabra. En realidad, hasta ahora, no te han dicho nada. Te he hecho perder el tiempo. Y al no decirte nada con tantas palabras, te lo he dicho todo. Ahora entiendes por qué prefiero hablar desde mis ojos.

Sunday, October 8, 2017

Sorpresas

Sintió un golpe por detrás. Pura furia comenzó a correr por su diminuto cuerpo. Metió la cabeza debajo del timón y sus manos cogieron un tremendo palo de fierro. Era un palo grande. Iba a golpearlo. Iba a sacarle la mierda. Quién se creía ese huevón para meterse con su carro.

El ¨golpesito¨ era una inofensiva señal de protesta. El taxista lo había cerrado olímpicamente. Pudo haber ocasionado un choque. Ese nivel de prepotencia no podía pasar desapercibido. El muchacho de ojos grandes estaba pidiendo justicia.

El taxista salió de su carro y caminó hacia la camioneta del muchacho de ojos grandes. Sorprendido, el muchacho se preguntó de dónde coños había sacado ese fierraso. Sintió rabia, apagó el carro, abrió la puerta y puso los pies en el suelo. Los ojos se le hicieron aún más grandes. Qué se creía ese enano conchesumadre.

Cara a cara, el taxista con su palo y el muchacho con sus ojos. Se golpearon, primero con palabras, luego con los puños. El muchacho logró quitarle el arma de las manos. Había triunfado. Miró al taxista con ojos victoriosos, dio media vuelta y regresó a su camioneta. Tenía hambre. Iría por una hamburguesa.

Pero el taxista no iba a perder la pelea. Se le infló el pecho. Caminó a su diminuto auto y de su maletera sacó un extintor. A buena hora le había comprado ese cachibache al cachinero del barrio.

En el instante en el que el taxista empotró el extintor contra el el faro de la camioneta del muchacho, un ojo izquierdo grande se aflojó y rodó por el suelo. Tuerto y furioso, el muchacho dio media vuelta y caminó hacia el taxista.

Ojos, fotos y silbidos rodeaban a los luchadores. Del tumulto sobresalió la voz de una mujer muy fea que decía - ¿Apuesta, apuestas... gana al flaco fuerte o el chaparro armado? Nadie llamó a un policía.

El extintor se movía de un lado al otro empujado por la fuerza de cuatro manos y dos vidas de rabia acumulada. Más insultos. Más golpes. El taxista cayó al piso y una delgada línea de sangre corrió desde su frente hasta su oído. Con el tanque sobre los brazos extendidos, el muchacho miró al cielo con su único ojo y le cantó a las nubes, por segunda vez, victoria. Se escucharon algunos aplausos. Quiso soltar el tanque y aplastar al taxista como una hormiga. De repente, pasó un viento suave que lo envolvió a él y su rabia, al taxista y sus armas, a la mujer fea y sus predicciones… El viento sublime los envolvió a todos hasta congelarlos.

Silencio. Y dentro de todos los que formaban parte del espectáculo surgió una voz fina como un hilo de oro. Era la voz de una niña.

– Perdedores todos.

Pasó un tiempo. El viento dejó a correr. Todos despertaron. El tumulto se disolvió. Los que cruzaban la calle, cruzaron la calle. Los que iban al mercado, caminaron al mercado. Los que esperaban en el paradero, subieron a su micro. La vida siguió su curso para todos menos para el taxista y el muchacho. Los luchadores quedaron congelados.

Y ahí siguen, como dos estatuas, en el medio de la Avenida El Ejército. A veces los disfrazan. Hay chiquillos que pegan chicles en sus cuerpos. Nadie conoce sus nombres. Ningún alcalde pagó por ellos. En silencio, alguna vez los hemos celebrado. Ojalá pronto los miremos con verguenza.


Monday, September 18, 2017

La montaña

Juvenal era un bravo, el más bravo de todos. Había trepado todas las montañas del mundo. Había dormido al descubierto en medio de la selva. Los ríos se hacían siempre mansos a sus pies y podía mirar a un león a los ojos. Era valiente, de pocas palabras, de ideas claras.

Cuando llegó a la puerta de la casa de Catalina le comenzaron a temblar las piernas. Debe ser el frío - pensó. Estaba convencido de lo que le diría. Solo una frase. Había repasado ese instante en cada paso, cada cumbre y cada charco que había recorrido los últimos meses. Ese momento ya lo había vivido. Todo estaba controlado. Tocó el timbre.

Salió Catalina, con sus ojos grandes y una sonrisa en la cara. No hacía frío. Era verano. Catalina vestía una blusita azul pastel. Esperó unos segundos eternos hasta ver que la boca de Juvenal se abría grande, tan grande como una de las tantas cuevas en las que el valiente montañista había dormido. Eso le había contado en sus cartas.

En su boca cueva y de su corazón azul pastel, Juvenal solo pudo encontrar una, solo una pregunta:

- ¿Qué hora es?

Las flores que le había comprado se marchitaron dentro de su casaca. Se despidió rápido. Y dando media vuelta, caminó de regreso hacia las montañas, habiendo dejado de trepar la más grande de todas.

Sunday, September 3, 2017

¨Resfríos tontos¨, dicen.

Había pasado el tiempo suficiente como para que Sofía creyera que ya estaba mejor. Se sentía más enraizada (sobre todo cuando no pensaba en ese resfrío tonto de invierno que no se le iba, que no se le iba). Distraída, Sofía movía el dedo de arriba abajo sobre la pantalla de su celular, cuando sintió el piso rajarse debajo de sus pies. De una pequeña grieta, salió un poquito de agua. Centímetros más allá, otra grieta, más agua. Había comenzado a surgir agua por todos lados. Ella solo miraba la explosión, estática, cuando descubrió que tenía hundidos los talones. El celular se le resbaló de las manos hasta romper la superficie de esta amenaza líquida aparentemente *desconocida*. Y el agua comenzó a subir. Llegó hasta sus pantorrillas, continuó por sus rodillas, recubrió sus caderas y remojó sus costillas. A Sofía se le humedeció el corazón y la garganta. El agua le tapó la boca, y unos milímetros debajo de su nariz, decidió parar. La respiración nerviosa de Sofía generaba ondas sutiles, casi imperceptibles. Quiso alcanzar su celular para textear *aquí no pasa nada* pero el aparato estaba lejos y la verdad demasiado cerca. Movió los ojos hacia un lado y hacia el otro (había que asegurarse que nadie estuviese mirando). Sabiéndose sola, abrió un poquito la boca para probar el agua salada de sus lágrimas. Las olió y sintió la amargura. Las tocó y entendió el abandono. Miró hacia arriba en busca de alguna explicación racional o de un chiste, pero solo pudo ver imágenes proyectadas sobre el techo de su habitación inundada: excusas, planes cumplidos, panadoles, ropa nueva, cervezas, demasiados intentos por hacerse la heroína y sonreír... Y como cuando cae una gota de agua en un desierto, cayó una lágrima de su ojo derecho para teñir el agua de púrpura. 

De una lágrima teñida, Sofía sacó fuerzas, empujó sus pies del piso, sumergió la cabeza en su pena, abrió los ojos para mirar el fondo y comenzó a nadar. Nadó desnuda hasta la otra orilla. 

Al llegar, su resfrío se había ido. Sentada en esa otra orilla, Sofía entendió un poco mejor su nombre y descubrió *sorprendida* que en el suelo de su habitación solo quedaba un pequeño charco.